Lapidario

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Los Soprano

-¡No sea nabo, Heber!-, dijo el guerrillero. Y el periodista perdió su oportunidad. Se quedó lívido. Y callado.
-¿Por qué me habla, senador, como si estuviera... apoyando el 38... en el mármol del boliche... tal vez allá en Bella Unión? ¿No se da cuenta de que me está faltando el respeto? ¿No se da cuenta de que estamos en vivo, al aire, y de que éste es mi programa? He tenido este programa de entrevistas en horario central por décadas, senador. Entrevisté a todos los políticos que usted quiera nombrar. Y nunca, jamás, se oyó un insulto. Usted vino a mi casa de visita, y, en mi casa, me insultó. Pero antes llamó a todos los vecinos para que vieran. Usted parece no asimilar que los tiempos han cambiado. Ahora todos, senador, usted, y yo, y todos, creemos en la conversación, y la discrepancia. Yo lo convenzo a usted, usted me convence a mí, y a veces no hay ni convencedor ni convencido. Y en esas veces, si es necesario, nos sometemos a un arbitraje, y nadie le pega a nadie, nadie amenaza a nadie, nadie ofende a nadie. Puede arbitrar un juez, senador, o un árbitro, o una mayoría. Los tiempos de la prepotencia, de los matones que hablan de costado, han pasado. Al menos eso creía yo, senador. Usted está jugando para la barra brava, senador. Para que le festejen el fau. Usted me acaba de quebrar tibia y peroné, senador. Seguro que su barra está festejando con bombo y vino.

Tal vez Heber, el periodista, no entendió que había muerto. Tal vez no percibió que era su fin. O tal vez no tuvo el coraje, o la velocidad mental. El guerrillero continuó hablando a su antojo, sacudiendo la cabeza, violando todas las formas sociales, estéticas y sintácticas. La entrevista siguió, con otro ritmo. Pasó a ser un discurso televisivo del guerrillero. La cámara se instaló en él, dejando afuera al periodista. Sus ocasionales monosílabos se oían como una voz en off, que ya nadie reconocía. Se quedó ahí, de adorno e invisible en su propio programa. Se quedó rumiando, callado, componiendo todas esas palabras que debió haber dicho.

Esa noche, el rating se disparó. La noche anterior, dieron Los Soprano. Aquel inolvidable episodio en que Tony castra a su socio, el político corrupto que se permitió quedarse con Irina, su exnovia rusa. Antes, el tipo lo encaró, y le pidió permiso. Todo un caballero. “Tony, conocí a Irina y me quedé prendado. Sé que ya no la ves más. Me gustaría saber si te parece que yo pueda salir con ella.Tu sabes que te tengo un enorme respeto, y un gran aprecio también. No quise dar ningún paso antes de planteártelo”. “¡Por favor!”, dijo Tony. “Adelante. Espero que se lleven muy bien”. “¿Tengo tu bendición, Tony?” “Por supuesto. Tienes mi bendición. Quiérela mucho”. Contento y orgulloso, el político corrupto toma bourbon en camiseta en un lujoso cuarto de hotel, con Irina, cuando irrumpe Tony. Sin mediar palabra, lo saca de la cama, y lo tira en el piso. El político se tapa la cabeza y llora, pidiendo perdón y repitiendo que creía que no había problema. Parsimoniosamente, y con el otro arrollado a sus pies, Tony se saca el cinturón, con una media sonrisa cargada de ira. Con el cinto doblado en dos, le da chicote por un buen rato. Nada excesivo. Más molesto que doloroso. El político deja de dar explicaciones, y simplemente llora. Irina mira, extática. A los pocos días, Irina conversa con Tony. Le cuenta que el político ha perdido su hombría, y con ella las ganas de Irina. La vio un par de veces más, pero lo único que hace es llorar. Por otra parte, la relación de negocios entre el político y Tony se mantiene incambiada. Más aún, el político está recibiendo mejores pagas. Sin mencionarlo, Tony deja entrever un cierto arrepentimiento. Esos extraños esbozos de conciencia de los mafiosos. Tienen sentimientos, sin duda. Y por momentos parecen tener moral. Creo que, en el ambiente, se llaman códigos.

A la mañana siguiente Heber presentó renuncia, y se retiró para siempre de la TV.



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